Joseph Brodsky. Marca De Agua (4)

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Lo que la gente de aquí no hace jamás es pasear en góndola. Para empezar, un paseo en góndola es caro. Sólo los turistas extranjeros, y entre éstos los más acomodados, pueden permitírselo. Eso es lo que explica la edad, mediana, de los pasajeros de las góndolas: un septuagenario puede desembolsar la décima parte del salario de un maestro sin quejarse. La visión de esos decrépitos Romeos y de sus desvencijadas Julietas es invariablemente triste y violenta, por no decir horrible. Una góndola está tan lejos del alcance de los jóvenes, es decir, de aquellos para quienes las cosas de ese tipo serían apropiadas, como un hotel de cinco estrellas. La economía, desde luego, refleja la demografía; y ello es doblemente triste, porque la belleza, en vez de prometer el mundo, se reduce a ser su recompensa. Esto, entre paréntesis, es lo que lleva al joven hacia la naturaleza, cuyos placeres gratuitos, o, más exactamente, baratos, están libres -es decir, desprovistos- de la intención y la invención presentes en el arte o en el artificio. Un paisaje puede ser conmovedor, pero una fachada de Lombardini nos dice lo que somos capaces de hacer. Y una de las maneras -la original- de mirar esas fachadas es desde una góndola: así se ve lo que ve el agua. Por supuesto, nada puede estar más lejos que las góndolas de los asuntos de los venecianos, que se apresuran y se agitan en su trajín diario, completamente inconscientes del esplendor que los rodea, y aun alérgicos a él. Lo más que se acercan a una góndola es cuando cruzan el Gran Canal en el transbordador o cuando llevan a casa alguna compra de difícil manejo; una lavadora, digamos, o un sofá. Pero ni un balsero ni un botero rompen en ocasiones tales a cantar «O solé mió». Tal vez la indiferencia del nativo siga el ejemplo de la indiferencia del artificio respecto de su propio reflejo. Ése puede ser el argumento definitivo de los venecianos contra la góndola, a menos que se lo contrarreste con la oferta de un paseo nocturno, a la que una vez sucumbí.

La noche era fría, clara y serena. Éramos cinco en la góndola, contando a su propietario, un ingeniero local que, con su compañera, remó todo el tiempo. Avanzamos lentamente y zigzagueando como una anguila por la ciudad callada que pendía sobre nuestras cabezas, cavernosa y desierta, y recordaba en aquella hora tardía un vasto arrecife de coral, en su mayor parte rectangular, o una sucesión de grutas deshabitadas. Era una sensación peculiar: encontrarse en movimiento en el interior de lo que sueles contemplar -los canales-; es como adquirir una dimensión más. Luego salimos a la laguna y nos dirigimos a la isla de la muerte, a San Michele. La luna, extraordinariamente alta, se veía como el perfecto dibujo de una «t», a través de una nube que semejaba la firma de un recibo; su luz a duras penas alcanzaba la sábana del agua. También el movimiento de la góndola era absolutamente silencioso. Había algo definidamente erótico en el paso silencioso y sin rastro de su leve cuerpo por el agua -muy parecido al deslizamiento de la palma por la suave piel de la amada-. Erótico, porque no había consecuencias, porque la piel era infinita y casi inmóvil, porque la caricia era abstracta. Quizá, con nosotros dentro, la góndola fuese algo más pesada y el agua cediera momentáneamente debajo, sólo para cerrar la brecha en el segundo inmediatamente siguiente. Además, impulsada por un hombre y una mujer, la góndola ni siquiera era masculina. A decir verdad, no se trataba de un erotismo de géneros, sino de elementos, una perfecta adecuación de sus superficies igualmente lacadas. La sensación era neutra, casi incestuosa, como si se asistiera a las caricias de un hermano a su hermana, o viceversa. Así rodeamos la isla de la muerte y pusimos rumbo a Canareggio… Las iglesias, he pensado siempre, deberían permanecer abiertas durante toda la noche; al menos, la Madonna dell'Orto -no tanto por la probable coincidencia horaria con la agonía del alma, como por la maravillosa Madonna con niño de Bellini que guarda-. Yo querría desembarcar allí y echar una mirada furtiva al cuadro, al espacio de una pulgada que separa la palma izquierda de la Virgen de la planta del pie del Niño. Esa pulgada -¡ah, mucho menos!- es la que separa el amor del erotismo. O tal vez sea lo esencial del erotismo. Pero la catedral estaba cerrada y nos internamos en el túnel de las grutas, para cruzar su mina piranesiana, abandonada, plana, iluminada por la luna, con las escasas chispas de su mineral eléctrico, hacia el corazón de la ciudad. Sin embargo, ahora sabía lo que el agua siente al ser acariciada por el agua.
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