Joseph Brodsky. Marca De Agua (3)

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Sin embargo, los monstruos llaman más la atención. Si no por otra cosa, porque el término nos ha sido aplicado con más frecuencia que el otro; o porque, de este lado, sólo se llega a tener alas en la fuerza aérea. Nuestra conciencia culpable tiene que bastar para identificarnos con alguna de esas invenciones de mármol, bronce o yeso; con el dragón, por ejemplo, más que con San Jorge. En una actividad que exige introducir una pluma en un tintero, cabe identificarse con ambos. Después de todo, no hay santo sin monstruo -por no decir nada de la afinidad de la tinta con el pulpo-. Pero aun cuando no reflejemos ni refractemos esta idea, está claro que ésta es una ciudad de peces, sea que naden, sea que se los haya pescado. Y, visto por un pez -dotado, digamos, de un ojo humano, para evitar la famosa distorsión que le es propia-, el hombre aparecería como un auténtico monstruo; no un pulpo con ocho patas, pero sí, seguramente, con cuatro. Algo, en pocas palabras, mucho más complejo que el pez. Pequeña maravilla, pues, que los tiburones se afanen tanto detrás de nosotros. Si le preguntáramos a una simple orata -ni siquiera atrapada, libre- qué piensa de nuestro aspecto, replicaría: Eres un monstruo. Y la convicción de su tono nos resultaría extrañamente familiar, como si su ojo fuese de la variedad mostaza-y-miel.

De modo que nunca se sabe, al moverse por estos laberintos, si se busca un objetivo o se corre detrás de uno mismo, si se es el cazador o su presa. Seguramente, no un santo, aunque tal vez tampoco un completo dragón; difícilmente un Teseo, pero tampoco un Minotauro hambriento de doncellas. La versión griega, sin embargo, suena mejor, puesto que el ganador no obtiene nada, porque el asesino y su víctima tienen relación. El monstruo, después de todo, era medio hermano del premio; en todo caso, era medio hermano de la que a la larga sería esposa del héroe. Ariadna y Fedra eran hermanas y, por lo que se sabe, el bravo ateniense las tuvo a las dos. En realidad, con la vista puesta en su ingreso por matrimonio en la familia del rey de Creta, él podía haber aceptado la misión criminal para hacerla más respetable. Como nietas de Helios, se daba por sentado que las muchachas eran puras y brillantes; sus nombres así lo sugerían. Por qué, si no, aun su madre, Pasífae, era, a pesar de sus oscuros deseos, la Cegadoramente Brillante. Y quizá cediera a esos oscuros deseos y lo hiciera con el toro para demostrar que la naturaleza desprecia el principio de mayoría, puesto que los cuernos del toro proponen la luna. Quizás estuviera más interesada en el claroscuro que en el bestialismo, y eclipsara al toro por razones puramente ópticas. Y el hecho de que el toro, cuya genealogía cargada de simbolismo se remonta hasta las pinturas de las cavernas, estuviese lo bastante ciego como para dejarse engañar por la vaca artificial que Dédalo construyó para Pasífae en esa ocasión, es la prueba de que el linaje de ésta conservaba un puesto muy elevado en el sistema de causalidad, de que la luz de Helios, refractada en ella, Pasífae, era todavía -después de cuatro hijos (dos hermosas hijas y dos inútiles muchachos)- cegadoramente brillante. En cuanto al principio de causalidad, habría que agregar que el héroe principal de esta historia es, precisamente, Dédalo, quien, amén de una vaca muy convincente, construyó -esta vez a petición del rey- el mismo laberinto en el cual el vástago de cabeza de toro y su asesino iban a enfrentarse un día, con consecuencias desastrosas para el primero. Hasta cierto punto, todo el asunto nace del cerebro de Dédalo, especialmente el laberinto, que se asemeja a un cerebro. Hasta cierto punto, todo el mundo está relacionado con todo el mundo; el perseguidor con el perseguido, al menos. Pequeña maravilla, pues, que en sus paseos sin rumbo fijo por las calles de esta ciudad, cuya mayor colonia fue durante cerca de tres siglos la isla de Creta, uno se sienta un tanto tautológico, especialmente cuando la luz se va apagando -es decir, especialmente cuando sus propiedades pasifaicas, ariádnicas y fédricas se debilitan-. En otras palabras, especialmente por la noche, cuando uno se pierde en el desprecio de sí mismo.

En el lado más brillante hay, por supuesto, montones de leones: alados, con sus libros abiertos donde pone «La paz sea con vosotros, San Marcos Evangelista», o leones de apariencia felina corriente. Los alados, en sentido estricto, también pertenecen a la categoría de los monstruos. Dada mi ocupación, sin embargo, siempre los consideré como una forma más ágil y literaria de Pegaso, quien seguramente sabía volar, pero cuya capacidad para leer es un poco más dudosa. Una zarpa, en cualquier caso, es un instrumento más adecuado para volver páginas que un casco. En esta ciudad, los leones son ubicuos y, con el correr de los años, he ido adoptando inconscientemente este tótem, hasta el punto de poner uno en la cubierta de uno de mis libros: lo más próximo a una fachada propia que un hombre de mi oficio puede tener. Pero son monstruos, aunque sólo sea por el hecho de proceder de la fantasía urbana, puesto que ni siquiera en el cénit de su república marítima llegó la ciudad a dominar territorio alguno en que se pudiera encontrar a este animal, aun en su forma vulgar, sin alas. (Los griegos acertaron mucho más con su toro, a pesar de su linaje neolítico.) En cuanto al Evangelista mismo, murió, por supuesto, en Alejandría, Egipto -pero por causas naturales-, y nunca participó de un safari. En general, el trato de la Cristiandad con los leones es insignificante, ya que no se encontraban en su ámbito, por vivir exclusivamente en África y, allí, en los desiertos. Esto, desde luego, contribuyó a su posterior asociación con los padres del desierto; fuera de allí, los únicos lugares en que los cristianos podían haber visto al animal, por constituir su dieta, eran los circos romanos, para cuyos espectáculos se importaban leones de las costas africanas. Su excepcionalidad -sería mejor decir su inexistencia- fue lo que desató la fantasía de los antiguos, permitiéndole atribuir a los animales diversos poderes espirituales, incluido el del comercio divino. De manera que no es enteramente insensato tener a este animal en las fachadas en el improbable papel de guardián del eterno reposo de San Marcos; si no la Iglesia, la ciudad misma podría ser vista como una leona que protegiese su cubil. Además, en esta ciudad, la Iglesia y el Estado se han mezclado, en una forma perfectamente bizantina. El único caso, debo añadir, en que tal mezcla resultó -desde bastante temprano- ser una ventaja. No hay que maravillarse, pues, de que el lugar fuese literalmente leonizado, lo que equivale a decir humanizado. Sobre cada cornisa, encima de casi cada entrada, se ve un hocico, con un aspecto humano, o una cabeza humana con rasgos leoninos. Ambos, en último análisis, calificados de monstruos (aunque de especie benévola), puesto que jamás existieron. También, por su superioridad numérica sobre cualquier otra imagen tallada o esculpida, incluidas la de la Virgen y la del propio Redentor. Por otra parte, es más fácil tallar una bestia que una figura humana. Básicamente, el reino animal tuvo poco espacio en el arte cristiano, por no hablar de la doctrina. De modo que el orgullo local por los Felidae puede considerarse inclusive como su camino de entrada. En invierno, dan brillo al atardecer.

Una vez, en un atardecer que oscurecía las pupilas grises pero llevaba oro a las de la variedad mostaza-con-miel, la propietaria de estas últimas y yo encontramos un buque de guerra egipcio -un crucero ligero, para ser precisos- amarrado en la Fondamenta dell'Arsenale, cerca de los Giardini. No recuerdo su nombre, pero su puerto de origen era, categóricamente, Alejandría. Era una pieza sumamente moderna de quincallería naval, erizada de toda clase de antenas, radares, receptores orbitales, lanzaderas de cohetes, torretas antiaéreas, etc., además de las habituales armas de gran calibre. De lejos, era imposible decir cuál era su nacionalidad. Al acercarse un poco, cabía la confusión porque los uniformes y el porte general de la tripulación resultaban vagamente británicos. La bandera ya estaba arriada, y el cielo sobre la laguna cambiaba de burdeos al pórfido oscuro. Cuando nos maravillábamos ante la naturaleza de la misión que había traído hasta aquí aquel buque de guerra -¿necesidad de reparaciones?, ¿nuevas relaciones entre Venecia y Alejandría?, ¿la reclamación de la sagrada reliquia robada a la última en el siglo xii?- sus altavoces cobraron vida súbitamente y oímos: «¡Alá! ¡Akbar Alá! ¡Akbar!». El muecín llamaba a la tripulación a la plegaria de la tarde, convirtiendo momentáneamente los dos mástiles del barco en minaretes. Inmediatamente el crucero adquirió el perfil de Estambul. Sentí que el mapa se había plegado de pronto o el libro de historia se había cerrado. Al menos, que se había abreviado en seis siglos: la Cristiandad ya no era el amo del Islam. El Bósforo se solapaba con el Adriático, y no se podía decir a cuál pertenecía cada ola. Poco que ver con la arquitectura.

En las tardes de invierno, el mar, llevado por un terco viento del este, llena todos los canales hasta el borde como una bañera, y a veces los desborda. Nadie sube los escalones corriendo y gritando «¡Los desagües!» porque no hay desde dónde subir. La ciudad está en el agua hasta los tobillos, y las embarcaciones, «amarradas como animales a los muros», para citar a Casiodoro, bailan. El zapato del peregrino, que ha probado el agua, se está secando encima del radiador de su hotel; los nativos se zambullen en sus armarios para pescar su par de botas de goma. «Acqua alta», dice una voz por la radio, y el tráfico humano disminuye. Las calles se vacían; tiendas, bares, restaurantes y trattorias cierran. Sólo sus carteles continúan iluminados, para ejercer, finalmente, su acción narcisista cuando el pavimento, brevemente, superficialmente, alcanza el nivel de los canales. Las iglesias, no obstante, permanecen abiertas, pero andar por el agua no es nada nuevo para los sacerdotes ni para los parroquianos; ni para la música, gemela del agua.

Hace diecisiete años, vagando sin rumbo por un campo tras otro, un par de botas de goma verdes me llevó hasta la entrada de un edificio rosa, más bien pequeño. Vi en la pared una placa en la que se leía que Antonio Vivaldi, nacido prematuramente, había sido bautizado en aquella iglesia. Por entonces, yo era todavía razonablemente pelirrojo; me puse sentimental con la idea de visitar el lugar del bautismo de aquel «clérigo rojo» que me había dado tanta alegría en tantas ocasiones y en tantos rincones del mundo dejados de la mano de Dios. Y me pareció recordar que había sido Olga Rudge la organizadora de la primera settimana Vivaldi en esta ciudad -y así era, pocos días antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial-. Tuvo lugar, me dijo alguien, en el palazzo de la condesa Polignac, y la señorita Rudge tocó el violín. Al promediar la pieza, advirtió por el rabillo del ojo que un caballero había entrado en el salone y estaba de pie junto a la puerta, puesto que todos los asientos se encontraban ocupados. La pieza era larga, y ella se sentía algo preocupada, porque se aproximaba un pasaje en que debía volver la página sin interrumpir la ejecución. El hombre que tenía en el rabillo del ojo inició un movimiento y pronto desapareció de su campo de visión. El pasaje se hallaba cada vez más próximo, y su inquietud se iba haciendo más intensa. Entonces, exactamente en el punto en que debía volver la página, una mano surgió por su izquierda, se extendió hasta el atril y giró lentamente la hoja. Ella siguió tocando y, cuando el pasaje difícil hubo terminado, levantó los ojos y miró a su izquierda para expresar su agradecimiento. «Y así», le contó Olga Rudge a un amigo mío, «fue como conocí a Stravinsky.»

De modo que se puede entrar y permanecer allí durante los oficios. El canto sonará un poco apagado, presumiblemente debido al clima. Si uno es capaz de disculparlo en esa forma, otro tanto, sin duda, hará su Destinatario. Además, no lo puede seguir bien, ya sea en italiano o en latín. Así que es mejor quedarse de pie o sentarse atrás y escuchar. «La mejor manera de oír misa», solía decir Wystan Auden, «es cuando no se sabe el idioma.» Ciertamente, en tales ocasiones, la ignorancia no ayuda menos a la concentración que la pobre iluminación que los peregrinos sufren en todas las iglesias de Italia, especialmente en invierno. No es elegante echar monedas en una caja de iluminación durante el oficio. Es más: rara vez se tienen en el bolsillo las suficientes para apreciar correctamente la imagen. Hace siglos, yo llevaba una poderosa linterna eléctrica, del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York. Una forma de enriquecerse, se me ocurrió, sería mediante la fabricación de flashes, como los de las cámaras fotográficas, en miniatura y de larga duración. Yo los llamaría «flashes de acción prolongada» o, aún mejor, «Fiat Lux», y en un par de años me compraría un apartamento en algún rincón de San Lio o la Salute. Hasta me casaría con la secretaria de mi socio, secretaria que no tiene porque él no existe… La música disminuye; su gemela, no obstante, ha crecido, se descubre al salir; no significativamente, pero sí lo bastante como para sentirse compensado por la coral que se desvanece. Porque el agua también es coral en más de un sentido. Es la misma agua que ha llevado a los cruzados, a los mercaderes, las reliquias de San Marcos, a los turcos, y toda suerte de navíos, de carga, militares o de placer; sobre todo, ha reflejado a cuantos vivieron jamás, por no mencionar a cuantos se quedaron, en esta ciudad, cuantos anduvieron o vagaron por sus calles tal como uno lo hace ahora. Es una pequeña maravilla que se vea de un verde lodoso durante el día, y de un negro profundo por la noche, rivalizando con el firmamento. Un milagro que, habiendo pasado por ella el buen camino y el mal camino durante más de un milenio, no tenga agujeros, que aún sea H2O, aunque uno no la beba nunca; que todavía suba. Realmente se parece a las hojas de música, raídas en los bordes, constantemente ejecutadas, que nos llegan en mareas de partituras, en compases de canales con innumerables obbligati de puentes, ventanas con parteluz o supremos encorvados de catedrales de Coducci, por no mencionar los cuellos de violín de las góndolas. En verdad, la ciudad toda, especialmente de noche, semeja una gigantesca orquesta, con los atriles a media luz de los palazzi, con un turbulento coro de olas, con el falsetto de una estrella en el cielo de invierno. La música es, por supuesto, más grande que la banda, y ninguna mano puede volver la página.
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