Joseph Brodsky. Marca De Agua (2)

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De modo que nunca dormí, ni siquiera pequé, en un lecho familiar de hierro fundido con inmaculadas, crujientes sábanas de lino, cobertor bordado y ricamente orlado, almohadas como nubes y pequeño crucifijo con perlas incrustadas encima de la cabecera. Nunca ejercité mi mirada ociosa en un óleo de la Virgen, ni en borrosos retratos de un padre/hermano/tío/hijo con casco de bersaghere, con sus plumas negras, ni en las cortinas de zaraza de la ventana, ni en un jarro de porcelana o de cerámica colocado encima de una cómoda de madera oscura con cajones llenos de encaje, sábanas, toallas, fundas y prendas interiores lavadas y planchadas sobre la mesa de la cocina por un brazo joven, fuerte, bronceado, casi moreno, mientras un tirante cae del hombro y plateadas gotas de sudor brillan en la frente. (Hablando de plata, habría de estar, con toda probabilidad, escondida bajo una pila de sábanas en uno de aquellos cajones.) Todo esto, por supuesto, pertenece a una película de la que no fui protagonista, ni siquiera extra, a una película que, por lo que sé, jamás volverán a proyectar o en la cual, de hacerlo, las cosas tendrán un aspecto diferente. En mi espíritu, se llama Nozze di Seppia y no tiene argumento, salvo por una escena en la que aparezco caminando por los Fondamente Nuove con la mayor acuarela del mundo a la izquierda y un infinito rojo ladrillo a la derecha. Yo llevaría una gorra de paño, una chaqueta de estameña oscura y una camisa blanca con el cuello abierto, lavada y planchada por la misma mano fuerte y bronceada. Cerca del Arsenale, giraría a la derecha, cruzaría doce puentes y tomaría la Via Garibaldi hacia los Giardini, donde, en una silla de hierro del Caffé Paradiso, estaría sentada ella, la que lavó y planchó esta camisa hace seis años. Tendría ante sí una copa de chinotto y un panino, un pequeño volumen raído con el Monobiblos de Propercio o con La hija del capitán de Pushkin; tendría puesto un vestido de tafetán que le llegaría a las rodillas, comprado una vez en Roma, en vísperas de nuestro viaje a Ischia. Levantaría los ojos, del color de la mostaza y de la miel, los posaría en la figura de la pesada chaqueta de estameña y diría: «¡Qué barriga!». Si algo pudiera salvar esta película del fracaso, sería la luz de invierno.
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