Joseph Brodsky. Marca De Agua (2)

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El palazzo no había llegado a ser propiedad del enésimo hasta hacía poco, al cabo de casi tres siglos de batallas legales libradas por varias ramas de una familia que había dado al mundo un par de almirantes venecianos. Como correspondía a tal dato, dos enormes fanales de popa, espléndidamente tallados, se divisaban en la bodega, de dos plantas de altura, del patio del palazzo, que estaba lleno de toda clase de avíos navales, de épocas que iban del Renacimiento a nuestros días. El enésimo en persona, el último de la estirpe, tras décadas y décadas de espera, lo había conseguido finalmente, para gran consternación de los demás -al parecer numerosos- miembros de la familia. No era un hombre de mar; tenía algo de dramaturgo y algo de pintor. Inicialmente, sin embargo, lo más evidente en ese cuarentón -una criatura delgada y baja, con un traje gris de botonadura cruzada de muy buen corte- era que estaba bastante enfermo. Su piel se veía amarilla y reseca, como la de quien ha pasado una hepatitis -si bien quizá tuviese una úlcera-. No tomó más que consomé y hortalizas hervidas mientras sus huéspedes se hartaban en lo que cabría considerar un capítulo separado, si no un libro.

De modo que la fiesta se daba para celebrar el acceso del enésimo a la propiedad, así como también el lanzamiento de la empresa editorial en la que se proponía introducir libros sobre arte veneciano. Ya estaba en lo mejor cuando nosotros tres -un colega, su hijo y yo- llegamos. Había muchísima gente: luminarias locales y vagamente internacionales, políticos, nobles, figuras del teatro, barbas y plastrones, señoras de diversos niveles de extravagancia, una estrella del ciclismo, profesores americanos. También, una pandilla de rientes y ágiles jóvenes homosexuales, inevitables en las ocasiones en que tiene lugar algo levemente espectacular. Los presidía una reina inquieta y malévola, de mediana edad, muy rubia, de ojos muy azules, muy borracha: el mayordomo de la finca, cuyos días en ella habían terminado y que, por lo tanto, detestaba a todo el mundo. Con razón, debería añadir, dadas sus perspectivas.

Mientras ellos hacían un jaleo considerable, el enésimo, con gran gentileza, se ofreció para mostrarnos a los tres el resto de la casa. Aceptamos de buena gana y subimos en un pequeño ascensor. Cuando salimos de la cabina, dejamos atrás, o, más exactamente, encima, el siglo XX, el XIX y buena parte del XVIII: como sedimento en el fondo de un pozo estrecho.

Nos encontramos en una larga galería, pobremente iluminada, con un cielo raso convexo plagado deputti. De todos modos, ninguna luz hubiese ayudado, puesto que las paredes estaban cubiertas por grandes cuadros al óleo, pardos, que iban de techo a suelo, definidamente concebidos para ese espacio y separados por bustos y pilastras de mármol escasamente discernibles. Las pinturas representaban, por lo que se alcanzaba a ver, batallas navales y terrestres, ceremonias, escenas de la mitología; el color más ligero era el burdeos. Era una mina de pesado pórfido en estado de abandono, en estado de perpetuo atardecer, con los óleos oscureciendo sus minerales; el silencio era verdaderamente geológico. No se podía preguntar ¿qué es esto?, ¿de quién es esta obra?, debido a la incongruencia de una voz, perteneciente a un organismo posterior y obviamente irrelevante, en aquel sitio. La experiencia semejaba la de un viaje submarino: éramos como un cardumen que pasara a través de un galeón hundido, cargado de tesoros, pero no abríamos la boca para que el agua no se precipitara en ella.

En el extremo más alejado de la galería, nuestro anfitrión giró de pronto a la derecha y entramos tras él en una habitación que parecía ser un cruce entre la biblioteca y el estudio de un caballero del siglo XVIII. A juzgar por los libros que se veían detrás de la rejilla del armario de madera rojo, del tamaño de un guardarropa, el siglo del caballero bien podía haber sido el XVI. Había alrededor de sesenta gruesos, blancos volúmenes con cubiertas de pergamino, desde Esopo hasta Zenón: lo estrictamente necesario para un caballero; más, lo hubiesen convertido en un pensador, con desastrosas consecuencias, tanto para sus maneras como para su estado. Por lo demás, la habitación estaba casi desnuda. La luz no era mucho mejor que en la galería; permitía ver un escritorio y un gran globo terráqueo descolorido. Entonces nuestro anfitrión giró un tirador y vi su silueta recortada en el marco de una puerta que se abría a una larga serie de puertas iguales. Miré y me recorrió un escalofrío: parecía un vicioso, viscoso infinito. Tomé aire y me interné en él.

Era una extensa sucesión de habitaciones vacías. Racionalmente, yo sabía que no podía ser más larga que la galería que discurría paralela a ella. Sin embargo, lo era. Tenía la sensación de andar, más que en la perspectiva corriente, en una espiral horizontal en la que las leyes de la óptica estaban suspendidas. Cada habitación representaba un paso más hacia la desaparición, el grado siguiente de la inexistencia. Ello tenía que ver con tres cosas: las colgaduras, los espejos y el polvo. Aunque en algunos casos era posible dar un nombre a la habitación -comedor, salón, tal vez cuarto de los niños-, en su mayoría se asemejaban por su falta de función ostensible. Tenían aproximadamente las mismas dimensiones o, en cualquier caso, no parecía haber grandes diferencias de ese orden entre ellas. Y en todas, las ventanas estaban cubiertas por cortinajes, y dos o tres espejos adornaban las paredes.

Cualesquiera que hubiesen sido el color y el dibujo originales de las colgaduras, ahora se veían de un amarillo pálido y muy quebradizas. El roce de un dedo, o tan sólo una corriente de aire, podían significar su destrucción, como sugerían los fragmentos de tejido esparcidos por allí sobre el parqué. Estaban perdiendo la piel aquellas cortinas, y algunos de sus pliegues mostraban amplios trozos pelados, deshilachados, como si el tejido sintiera que se había completado el círculo y regresara a su estado anterior al telar. Quizá nuestra respiración fuese también algo demasiado íntimo; sin embargo, era mejor que el oxígeno puro, que, como la historia, las colgaduras no necesitaban. No era decadencia ni descomposición; era disolución en un recorrido hacia atrás del tiempo, donde el color y la textura no cuentan, donde tal vez, habiendo aprendido lo que podía sucederles, desearan reagruparse y regresar, aquí o a alguna otra parte, bajo una forma diferente. «Lo siento», parecían decir, «la próxima vez seremos más duraderas.»

Luego estaban aquellos espejos, dos o tres en cada habitación, de varias medidas, pero en general rectangulares. Todos tenían delicados marcos dorados, con guirnaldas de flores perfectamente labradas o escenas idílicas que llamaban más la atención que la propia superficie del espejo, puesto que el azogue estaba invariablemente en mal estado. En cierto sentido, los marcos eran más coherentes que sus contenidos, esforzándose como lo hacían por impedir que se dispersaran en pedazos. Habiendo perdido a lo largo de los siglos la costumbre de reflejar otra cosa que la pared opuesta, los espejos eran bastante renuentes a devolver un rostro, marcado por la codicia o la impotencia, y cuando lo intentaban, los rasgos se tornaban incompletos. Empiezo a entender a Régnier, pensé. De habitación en habitación, a medida que avanzábamos a través de ellas, yo me veía cada vez menos en aquellos marcos, que me retornaban cada vez más oscuridad. Sustracción gradual, me dije; ¿cómo irá a terminar esto? Y terminó en la décima o undécima habitación. Me detuve junto a la puerta que llevaba a la siguiente cámara, contemplando un rectángulo bastante grande y con bordes dorados, de un metro por un metro y medio, y no me vi a mí mismo, sino una nada negra como boca de lobo. Profunda y tentadora, parecía contener una perspectiva propia, tal vez otra sucesión de habitaciones iguales. Durante un momento, sentí vértigo; pero como yo no era novelista, eludí la posibilidad y salí de allí.

Todo aquello había sido razonablemente fantasmal; ahora empezaba a serlo también irrazonablemente. El anfitrión y mis compañeros se habían rezagado; estaba solo. Había una considerable cantidad de polvo por todas partes; los tonos y las formas de todo lo que había a la vista eran mitigados por su grisura. El mármol trabajado de las mesas, las figuras de porcelana, los sofás, las sillas, el mismo parqué. Todo estaba cubierto de polvo, y, a veces, como en el caso de las porcelanas y los bustos, el efecto era extrañamente benéfico, al acentuar los rasgos, los pliegues, la vivacidad de un grupo. Pero, en general, la capa era espesa y sólida; es más: tenía un aire definitivo, como si no se le pudiera añadir nuevo polvo. Toda superficie anhela el polvo, porque el polvo es la carne del tiempo, como dijo un poeta, la verdadera carne y la sangre del tiempo; pero aquí el anhelo parecía haber cesado. Ahora, el polvo penetrará en los objetos, pensé, se fundirá con ellos, y, al final, los reemplazará. Depende, por supuesto, del material; en buena parte, muy duradero. Cabe que ni siquiera se desintegren; simplemente, se pondrán más grises, mientras el tiempo no se oponga a la asunción de sus formas, como ya ha ocurrido en esta sucesión de cámaras vacías, en las cuales se adelantó a la materia.

La última habitación era el dormitorio de los señores. Un lecho con cuatro postes, aunque descubierto, dominaba el lugar: la venganza del almirante por la estrecha cama de a bordo de su nave, o quizá su homenaje al mar. Esto último era más probable, dada la monstruosa nube áeputti de estuco que descendía sobre el lecho y hacía las veces de baldaquino. En realidad, eran más esculturas que putti. Los rostros de los querubes eran terriblemente grotescos: todos miraban el lecho -fijamente- desde lo alto con muecas corruptas, lascivas. Me recordaron la cuadra de jóvenes gorjeantes que habíamos dejado atrás; y entonces reparé en un televisor portátil que había en un rincón de aquella habitación, por lo demás enteramente vacía. Imaginé al mayordomo divirtiéndose con su elegido en esa cámara: una sufriente isla de carne desnuda en medio de un mar de lino, bajo la mirada escrutadora de esa obra maestra de yeso. Por raro que parezca, no sentí repulsión. Por el contrario, sentí que, desde el punto de vista del tiempo, tal diversión sólo podía parecer apropiada aquí, puesto que no generaba nada. Después de todo, durante tres siglos, nada había prevalecido aquí. Ni guerras, ni revoluciones, ni grandes descubrimientos, ni genios, ni plagas entraron aquí debido a un problema legal. La causalidad fue cancelada, puesto que sus portadores humanos se pasearon por esta perspectiva sólo en condición de cuidadores, una sola vez en unos pocos años, si acaso lo hicieron. De modo que el pequeño cardumen que se meneaba en el mar de lino estaba, en realidad, en sintonía con las premisas, ya que nada de ello podía, naturalmente, dar nacimiento a nada. En el mejor de los casos, la isla -¿o debería decir volcán?- del mayordomo sólo existía en los ojos de los putti. No sobre el mapa de los espejos. Nada había allí.

Sucedió sólo una vez, aunque ya he dicho que hay multitud de lugares como ése en Venecia. Pero una vez es suficiente, especialmente en invierno, cuando la niebla local, la famosa nebbia, da a este lugar una extemporalidad mayor que la del sacro interior de cualquier palacio, al borrar toda huella, no sólo de reflejos, sino de todo aquello que posea una forma: edificios, personas, columnatas, puentes, estatuas. Los servicios fluviales se suspenden, no aterrizan ni despegan aviones durante semanas, las tiendas están cerradas y el correo deja de amontonarse en los umbrales. El efecto es similar al que produciría una mano brutal que volviese de dentro a fuera todas esas series de habitaciones iguales y envolviese la ciudad entera en un lienzo. La derecha, la izquierda, el arriba y el abajo cambian de lugar, y no se encuentra un camino si no se es nativo o se cuenta con un cicerone. La niebla es densa y cegadora, y está inmóvil. Este último aspecto, sin embargo, es ventajoso si se sale para hacer un recorrido breve, para comprar cigarrillos, por ejemplo, porque se puede encontrar el camino de regreso gracias al túnel que el cuerpo practica en la niebla; es probable que permanezca abierto durante media hora. Es buena época para leer, para pasar todo el día consumiendo energía eléctrica, para dejarse caer en el café o para despreciarse, para escuchar el servicio mundial de la BBC, para irse a dormir temprano. En pocas palabras, una época para olvidarse de uno mismo, inducido por una ciudad que ha dejado de ser visible. Inconscientemente, uno sigue su ejemplo, en especial si, como ella, carece de compañía.

En conjunto, sin embargo, en esta ciudad siempre me han entusiasmado por igual el contenido de las cosas corrientes de ladrillo y el de las excepcionales de mármol. No hay nada de populista, ni siquiera de antiaristocrático, en esta preferencia; ni tiene nada que ver con el ser novelista. No es más que el eco del tipo de casas en que viví o trabajé durante la mayor parte de mi existencia. Tras el error de no nacer aquí, cometí otro, aún más serio, al escoger una profesión que, por lo general, no lleva a terminar en un piano nobile. Por otra parte, tal vez haya cierto perverso esnobismo en el afecto por el ladrillo aquí, por su rojo brillante relacionado con el músculo inflamado descubierto por las costras de estuco desconchado. Como los huevos, que muchas veces -especialmente cuando me preparo el desayuno- me llevan a imaginar la civilización desaparecida que surgió con la idea de producir comida enlatada de manera orgánica, superponiendo y uniendo de alguna forma anillos de una especie alternativa de carne, no cruda, por supuesto, pero sí lo bastante roja, y compuesta por pequeñas células idénticas. Uno más de los autorretratos de las especies, en el nivel elemental, sea una pared o una chimenea. Finalmente, como el Mismísimo Todopoderoso, lo hacemos todo a nuestra imagen, a falta de un modelo más fiable; nuestros artefactos dicen más sobre nosotros que nuestras confesiones.

De todos modos, rara vez he cruzado los umbrales de viviendas corrientes en esta ciudad. A ninguna tribu le gustan los extranjeros, y los venecianos son muy tribales, además de ser isleños. Tampoco mi italiano, con sus brutales oscilaciones en torno de su firme cero, dejó de ser un impedimento. Siempre mejora al cabo de un mes, aproximadamente, pero entonces tengo que coger el avión que me apartará de la oportunidad de usarlo durante otro año. En consecuencia, me mantuve siempre en compañía de nativos angloparlantes y de expatriados americanos cuyas casas compartían una versión familiar -si no un nivel- de la riqueza. En cuanto a los que hablaban ruso, los personajes del bar, sus sentimientos respecto de mi país natal y sus posiciones políticas solían llevarme al borde de la náusea. El resultado sería poco más o menos el mismo con los dos o tres autores y profesionales locales: demasiadas litografías abstractas en las paredes, demasiados estantes con libros perfectamente ordenados y baratijas africanas, esposas silenciosas, hijas pálidas, conversaciones que discurren, moribundas, a través de temas de actualidad, la fama de algún otro, la psicoterapia, el surrealismo, hasta la descripción de un atajo hacia mi hotel. La disparidad de ocupaciones comprometida por la tautología de los resultados netos: de ser necesaria una fórmula, ésa es. Yo aspiraba a desperdiciar mis tardes en el despacho vacío de algún abogado o farmacéutico local, mirando a su secretaria cuando trajera café de un bar cercano, charlando ociosamente sobre los precios de embarcaciones de motor o sobre las características rescatables de la figura de Diocleciano, ya que prácticamente todo el mundo posee aquí una educación razonablemente sólida, así como también un vivo deseo de objetos aerodinámicos. Yo sería incapaz de levantarme de la silla, sus clientes serían escasos; al final, cerraría el lugar y nos marcharíamos al Gritti o al Danieli, donde yo pagaría las bebidas; si yo fuese afortunado, su secretaria vendría con nosotros. Nos hundiríamos en profundos sillones, intercambiando observaciones malévolas acerca de los nuevos batallones alemanes o los ubicuos japoneses, que miran a través de sus cámaras, como nuevos viejos, los pálidos muslos de mármol desnudo de esta ciudad que, como Susana, anda con el agua fría, coloreada por el ocaso, acariciante, hasta la cintura. Más tarde, él me invitaría a cenar a su casa, y su esposa embarazada, por encima de la hirviente pasta, me recriminaría mi prolongada soltería… Demasiadas películas neorrealistas, supongo, demasiada lectura de Svevo. Para que las fantasías de este tipo se conviertan en realidad, los requisitos son los mismos que para vivir en un piano nobile. No me veo con ellos, ni he permanecido aquí lo bastante para abandonar por entero este sueño imposible. Para tener otra vida, uno debe ser capaz de arropar la primera, y el trabajo debe ser hecho con pulcritud. Nadie logra hacer ese tipo de cosas de modo convincente, aunque a veces las esposas fugadas o los sistemas políticos nos prestan buenos servicios… Es con otras casas, con escaleras desconocidas, con olores extraños, con moblajes y topografías sorprendentes, que los proverbiales perros viejos sueñan en su senilidad y decrepitud, no con nuevos amos. Y el truco consiste en no molestarlos.
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