Joseph Brodsky. Marca De Agua (1)

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Desembarcamos en el muelle de la Academia, víctimas de la firmeza de la topografía y del correspondiente código moral. Tras un breve irregular recorrido por estrechos callejones, me depositó en el vestíbulo de una pensione un tanto monacal, me besó en la mejilla -más en calidad de Minotauro, sentí, que de joven héroe-, y me dio las buenas noches. Entonces mi Ariadna se esfumó, dejando tras de sí un fragante hilo de su caro (¿era Shalimar?) perfume, que no tardó en disiparse en la mohosa atmósfera de una pensione invadida, además, por un débil pero ubicuo olor a meados. Me quedé mirando el moblaje. Después, me fui a dormir.

Así fue como me encontré a mí mismo por primera vez en esta ciudad. Como se ve, en mi llegada no hubo nada de particularmente auspicioso, ni ominoso. Si aquella noche presagiaba algo, era que yo nunca poseería la ciudad; pero jamás tuve aspiración tal. Para empezar, creo que este episodio bastará, aunque, en lo que a la-única-persona-que-conocía-en-esta-ciudad se refiere, más bien diría que marcó el final de nuestra relación. La vi dos o tres veces más, durante aquella estancia en Venecia; y realmente me presentó a su hermana y a su marido. La primera resultó ser una mujer encantadora: tan alta y esbelta como mi Ariadna y quizás aún más brillante, pero más melancólica y, por lo que sé, aún más casada. El último, cuyo aspecto escapa por completo a mi memoria por razones de superfluidad, era un arquitecto lamentable, de esa horrible secta de posguerra que ha hecho más daño al horizonte europeo que cualquier Luftwaffe. En Venecia, profanó un par de maravillosos campi con sus edificios, uno de los cuales era, naturalmente, un banco, puesto que esa especie de animales humanos aman los bancos con fervor absolutamente narcisista, con la vehemencia de un efecto por su causa. Solamente por aquella «estructura» (como se la llamaba por entonces), se me ocurrió, tenía que ser cornudo. Pero, puesto que, como su esposa, él también parecía ser miembro del PC, era mejor, concluí, dejar la tarea a un camarada.

La delicadeza fue una parte del problema; la otra, cuando, poco más tarde, llamé a la-única-persona-que-conocía-en-la-ciudad desde las profundidades de mi laberinto en un atardecer azul, fue que el arquitecto, tal vez percibiendo en mi imperfecto italiano algo funesto, cortó la comunicación. De modo que ahora era asunto de nuestros rojos hermanos armenios.

Posteriormente, me contaron, ella se divorció del hombre y se casó con un piloto de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, que resultó ser el sobrino del alcalde de un pueblo del gran Estado de Michigan en el que una vez viví. Pequeño mundo, y, por larga que sea la vida, no hay hombre ni mujer que lo hagan mayor. Así que, si buscara consuelo, podría obtenerlo del pensamiento de que ambos estamos pisando el mismo suelo… de un continente distinto. Esto suena, desde luego, a Estacio hablando a Virgilio, pero, por otra parte, sólo a los tipos como yo se les ocurre considerar América como una suerte de Purgatorio… sin decir que el propio Dante hubiese sugerido algo semejante. La única diferencia estriba en que su cielo está mucho más poblado que el mío. De ahí mis incursiones en mi versión del Paraíso, que ella inauguró tan graciosamente. De todos modos, durante los últimos diecisiete años he regresado a esta ciudad, o he vuelto a pensar en ella, con la frecuencia de un mal sueño.

Con dos o tres excepciones, debidas a ataques cardíacos y a crisis afines, míos o de algún otro, cada Navidad, o poco antes, he bajado de un tren/ avión/ embarcación/ autocar y he arrastrado mis maletas llenas de libros y máquinas de escribir hasta el umbral de este o aquel hotel, de este o aquel apartamento. Este último, normalmente, cortesía del par de amigos que logré hacer aquí tras el desvanecimiento de la visión. Más tarde, trataré de explicar mi medida del tiempo (aunque se trate de un proyecto tautológico hasta el extremo de la inversión). Por el momento, quisiera declarar que, por septentrional que yo sea, mi noción del Edén no depende del clima ni de la temperatura. En ese orden, descarto a sus habitantes, y también la eternidad. A riesgo de ser acusado de depravación, confieso que esta noción es puramente visual y sólo existe en aproximaciones. Por lo que a éstas se refiere, esta ciudad es lo más cercano. Puesto que no tengo derecho a hacer una verdadera comparación, puedo permitirme ser restrictivo.

Digo esto aquí y ahora para ahorrar desilusiones al lector. No soy un moralista (aunque trato de mantener mi conciencia en equilibrio) ni un sabio; tampoco soy un esteta ni un filósofo. No soy más que un hombre nervioso, por las circunstancias y por mis propios actos; pero soy observador. Como dijo una vez mi querido Ryunosuke Akutagawa, no tengo principios; lo único que tengo son nervios. Lo que sigue, por lo tanto, tiene más que ver con el ojo que con las convicciones, incluidas las que se refieren a cómo escribir una narración. El ojo precede a la pluma, y yo decido no permitir que mi pluma mienta respecto de su posición. Habiendo corrido el riesgo de ser acusado de depravación, no retrocederé ante la acusación de superficialidad. Las superficies -que es lo que el ojo registra en primer lugar- suelen ser más eficaces que sus contenidos, que son provisionales por definición, salvo, por supuesto, en la vida de ultratumba. Tras haber explorado el rostro de esta ciudad durante diecisiete inviernos, yo ya debería estar en condiciones de realizar un trabajo a la manera de Poussin: de pintar el retrato de este lugar, si no en las cuatro estaciones, al menos en cuatro momentos del día.

Ésa es mi ambición. Si me aparto del asunto principal, es porque desviarse es literalmente lo más normal aquí y es lo que hace el agua. Lo que sigue, en otras palabras, puede no llegar a ser un relato, sino una corriente de agua fangosa «en el momento menos adecuado del año». A veces, parece azul, a veces gris o marrón; invariablemente, está fría y no es potable. Si me he puesto a filtrarla, es porque contiene reflejos, el mío entre ellos.

De todos modos, nunca vendría aquí en verano, ni siquiera bajo amenaza de muerte. Soporto muy mal el calor; las emisiones incontroladas de hidrocarburos y olor a sobacos, aún peor. Las manadas con pantalones cortos, especialmente las que relinchan en alemán, también me alteran los nervios, por la inferioridad de su anatomía -sin excepciones- respecto de la de las columnas, pilastras y estatuas; por todo lo que su movilidad -y el combustible que ésta requiere- arroja contra la estabilidad del mármol. Supongo que soy de los que prefieren la elección al cambio constante, y la piedra es siempre una elección. Opino que, en esta ciudad, el cuerpo, por excelentes que sean sus atributos, debe ser ocultado por la ropa, aunque sólo sea porque se mueve. Tal vez la ropa sea nuestra única aproximación a la elección hecha por el mármol.

Se trata, imagino, de un criterio extremo, pero soy septentrional. En la estación abstracta, la vida parece más real que en cualquier otra, inclusive en el Adriático, porque en invierno todo es más duro, más austero. Esto puede también ser tomado como una propaganda de las boutiques venecianas, que hacen un negocio sumamente provechoso con las bajas temperaturas. En parte, desde luego, ello es así porque en invierno se necesitan más ropas para conservar el calor, por no mencionar el imperativo atávico de cambiar de piel. Aunque ningún viajero viene aquí sin un jersey, una chaqueta, una falda, una camisa, unos pantalones o una blusa de más, puesto que Venecia es el tipo de ciudad en que tanto los forasteros como los nativos saben de antemano que estarán en exhibición.

No, los bípedos enloquecen comprando y vistiéndose en Venecia por razones no precisamente prácticas; lo hacen porque la ciudad, sea como fuere, los desafía. Todos abrigamos toda clase de recelos en relación con las grietas en nuestra apariencia, en nuestra anatomía, en relación con las imperfecciones de nuestros propios rasgos. Lo que uno ve en esta ciudad a cada paso, vuelta, avenida y callejón, empeora sus complejos e inseguridades. Es por ello que uno -especialmente las mujeres, pero también los hombres- se lanza al asalto de las tiendas tan pronto como llega aquí, y con frenesí. La belleza que nos rodea es tal que, instantáneamente, se concibe un incomprensible deseo animal de emularla, de ponerse a su par. Esto no tiene nada que ver con la vanidad ni con el normal exceso de espejos que hay aquí, el principal de los cuales es el agua misma. Se trata, sencillamente, de que la ciudad ofrece a los bípedos una noción de superioridad visual ausente en sus cubiles naturales, en sus entornos habituales. Es por eso que aquí vuelan las pieles, al igual que el ante, la seda, el lino, la lana y cualquier otra clase de tejido. Al volver a casa, la gente mira maravillada lo que ha comprado, sabiendo perfectamente que no hay lugar en su reino nativo en que lucir esas adquisiciones sin escandalizar a los aborígenes. Hay que guardar esas cosas para que se marchiten y pierdan su color en el guardarropa, o regalarlas a los parientes más jóvenes. Si no, hay amigos. Yo recuerdo haber comprado varias prendas aquí -a crédito, obviamente- que no tuve el estómago o el temple de usar después. Entre ellas había dos gabardinas, una verde mostaza y otra de un delicado tono de caqui. Más tarde, fueron a adornar los hombros del mejor bailarín de ballet del mundo y del mejor poeta de la lengua en que escribo este libro -a pesar de las diferencias de físico y edad que me separan de esos dos caballeros-. Los panoramas y las perspectivas locales surten ese efecto, porque en esta ciudad un hombre es más una silueta que sus rasgos singulares, y una silueta se puede mejorar. También los encajes, las tallas, los capiteles, las cornisas, los relieves y molduras, los nichos habitados y deshabitados, los santos, los que no lo son, las vírgenes, los ángeles, los querubines, las cariátides, los pedestales, todos ellos de mármol, las galerías con sus grandes pantorrillas alzadas, y las ventanas mismas, góticas o moriscas, nos hacen vanidosos. Por ello es la ciudad del ojo; las demás facultades desempeñan un borroso papel secundario. El modo en que los matices y los ritmos de las fachadas locales tratan de suavizar los colores y las formas siempre cambiantes de las olas puede, por sí mismo, decidirnos a coger una bufanda, una corbata o cualquier otro objeto de lujo por el estilo; inclusive lleva a un solterón empedernido a pegarse a un escaparate lleno de vistosos vestidos multicolores, por no mencionar los zapatos de piel y las botas de ante dispersos por todas partes como lo están las embarcaciones de toda clase en la laguna. De algún modo, el ojo sospecha que todas esas cosas están cortadas de la misma pieza de tela que los paisajes exteriores, y pasa por alto la evidencia de las etiquetas. Y, en un último análisis, el ojo no está tan equivocado, aunque sólo fuese por el hecho de que el propósito común de todo aquí es el de ser visto. En un análisis aún más último, esta ciudad es un verdadero triunfo del cordado, porque el ojo, nuestro único órgano interno primitivo, acuático, realmente nada aquí: se lanza, aletea, oscila, se zambulle, se enrosca. Su gelatina expuesta medita con alegría atávica acerca de los palacios reflejados, los tacones agudos, las góndolas, etc., reconociéndose tan sólo a sí misma en el mediador que la ha traído a la superficie.

En invierno, especialmente en domingo, uno despierta en esta ciudad con el tañido de sus innumerables campanas, como si, al otro lado de las cortinas de gasa, un gigantesco juego de té de porcelana vibrara sobre una fuente de plata en el cielo gris perla. Te lanzas a abrir la ventana y la habitación es instantáneamente invadida por esa neblina exterior, cargada de repiques, en parte oxígeno húmedo, en parte café y plegarias. No importa qué clase de píldoras, ni cuántas, hayas tragado esa mañana, sientes que aún no es suficiente. Por lo mismo, no importa tu grado de independencia, ni hasta qué punto hayas sido traicionado, ni lo completo y desalentador que sea el conocimiento que tengas de ti mismo, comprendes que todavía te queda una esperanza o, al menos, un futuro. (La esperanza, dijo Francis Bacon, es un buen desayuno, pero una mala cena.) Este optimismo se deriva de la neblina, de la plegaria que hay en ella, especialmente si es la hora del desayuno. En días así, con todas sus cúpulas cubiertas de zinc, que parecen teteras o tazas vueltas, y el perfil inclinado de los campaniles, tintineando como cucharas abandonadas y fundiéndose en el cielo, la ciudad adquiere un verdadero aspecto de porcelana. Por no hablar de las gaviotas y las palomas, ora destacando a plena luz, ora desvaneciéndose en el aire. Debo decir que, por bueno que sea este lugar para las lunas de miel, he pensado muchas veces que habría que escogerlo también para los divorcios -tanto los que se estén incubando como los que ya se hayan concretado-. No hay mejor telón de foro para perderse en un rapto; tenga o no razón, ningún egoísta puede brillar durante mucho tiempo en esta porcelana junto al agua cristalina, porque le roba el espectáculo. Soy consciente, desde luego, de las desastrosas consecuencias que las sugerencias que acabo de hacer pueden tener para los precios de los hoteles locales, aun en invierno. Sin embargo, la gente ama su propio melodrama más que la arquitectura, y no me siento amenazado. Es sorprendente que la belleza se valore menos que la psicología, pero, puesto que ése es el caso, podré afrontar los precios de esta ciudad -lo cual significa hasta el final de mis días, e introduce la generosa noción de futuro-.

Uno es aquello que mira… bueno, al menos en parte. La creencia medieval de que una mujer embarazada que deseara un hijo hermoso debía mirar objetos hermosos no es tan ingenua, dada la calidad de los sueños que se sueñan en esta ciudad. Las noches son aquí bajas en pesadillas, a juzgar, por supuesto, por las fuentes literarias (especialmente, visto que las pesadillas son el principal alimento de tales fuentes). Vaya donde vaya, un enfermo, por ejemplo -un cardíaco, particularmente-, está condenado a despertarse de vez en cuando a las tres de la mañana en un estado de absoluto terror, pensando que se muere. Sin embargo, nada semejante, debo informar, me ocurrió jamás aquí; a pesar de lo cual, al escribirlo, cruzo los dedos de las manos y de los pies.

Hay mejores formas, sin duda, de manipular los sueños, y sin duda es posible argumentar en favor de los medios gastronómicos. Aunque, de atenerse a los patrones italianos, la dieta local no es lo bastante excepcional como para justificar la concentración en esta ciudad de tanta auténtica belleza de ensueño, ya en sus fachadas. Porque en los sueños, como dijo el poeta, comienzan las responsabilidades. En todo caso, algunos de los planos -¡un término adecuado en esta ciudad!- proceden ciertamente de esta fuente, y no hay nada más que uno pueda rastrear en la realidad.

Si un poeta dijera simplemente «en la cama», también sería verdad. La de la arquitectura es seguramente la menos carnal de las Musas, puesto que el principio rectangular de un edificio, de su fachada en particular, milita -y a menudo con gran astucia- contra la interpretación analítica de las formas, semejantes a las de las nubes o las olas -¡más que femenino!- de sus cornisas, loggias y cosas similares. Un plano, en pocas palabras, es siempre más racional que su análisis. Sin embargo, más de un frontone recuerda aquí, exactamente, una cabecera que asomara por encima de su correspondiente cama, habitualmente deshecha, sea de mañana o de tarde. Son mucho más absorbentes estas cabeceras que los posibles contenidos de esos lechos, que la anatomía de la amada, cuya única ventaja aquí podría ser la agilidad o la calidez.

Si algo hay de erótico en los resultados en mármol de los planos, es la sensación del ojo entrenado al deslizarse sobre cualquiera de ellos -una sensación similar a la de la yema de los dedos al tocar por primera vez el pecho de la amada o, aún más exactamente, sus hombros-. Es la sensación telescópica de entrar en contacto con el infinito celular de la existencia de otro cuerpo -una sensación conocida como ternura, y proporcionada tal vez únicamente al número de células que ese cuerpo contiene-. (Todos deberían comprenderlo, salvo los freudianos o los musulmanes, que creen en el velo. Pero, por otra parte, ello explicaría por qué hay tantos astrónomos entre los musulmanes. Además, el velo es un gran instrumento de planificación social, puesto que asegura un hombre a cada mujer, sin que cuente su apariencia. En el peor de los casos, garantiza que la impresión de la primera noche sea, al menos, mutua. No obstante, pese a los motivos orientales de la arquitectura veneciana, los musulmanes son los visitantes menos asiduos de esta ciudad.) De todos modos, sea lo que fuere lo primero -la realidad o el sueño-, la noción de vida más allá de la muerte parece estar bien protegida en esta ciudad por su textura visual, claramente paradisíaca. La enfermedad, por sí misma, y por grave que sea, no se vale aquí de visiones infernales. Haría falta una extraordinaria neurosis, o una acumulación de pecados comparable, para ser presa de pesadillas en esas condiciones. Es posible, por supuesto, pero no frecuente. Para los casos benignos de cualquiera de las dos cosas, una estancia aquí es la mejor terapia, y es en torno de ello que gira el turismo local. Se duerme profundamente en esta ciudad, porque sobreponerse a una psiquis agitada o a una conciencia culpable, cansa.

Quizá la mejor prueba de la existencia del Todopoderoso sea nuestra ignorancia del momento en que hemos de morir. En otras palabras, de haber sido la vida un asunto exclusivamente humano, se nos habría dado a luz con un término, o una sentencia, fijando con exactitud la duración de nuestra presencia aquí: como se hace en los campos de prisioneros. El que ello no ocurra sugiere que la cuestión no es enteramente humana; que interviene algo de lo que no tenemos idea ni control. Que hay un mediador que no está sujeto a nuestra cronología o, si vamos a eso, a nuestro sentido de la virtud. De ahí todos esos intentos de predecir o descifrar el futuro, de ahí nuestra dependencia de médicos o gitanos, que se intensifica cuando estamos enfermos o en dificultades, y que no es sino una tentativa de domesticar -o demonizar- lo divino. Lo mismo se puede decir de nuestro sentimiento ante la belleza, tanto la natural como la producida por el hombre, ya que lo infinito sólo puede ser apreciado por lo finito. Salvo en lo que respecta a la gracia, las razones para la reciprocidad son insondables -a menos que uno busque con sinceridad una explicación benevolente de por qué le cobran tanto por todo en esta ciudad.
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